Redefiniendo a Julie Andrews

 

[Darling Lili; La semilla del tamarindo; 10, la mujer perfecta; S.O.B./Sois honrados bandidos y ¿Víctor o Victoria?]

 

Uno de los mayores riesgos de conseguir una imagen cinematográfica propia, sea el quedar encasillado o tipificado en una serie de roles afines a la imagen representada. Sin embargo, entre los innumerables casos que podrían servirnos de ejemplo uno concreto acapara toda nuestra atención: el de Julie Andrews.

Julie Andrews, nacida Julia Elizabeth Wells el 1 de octubre de 1935 en Walton-on-Thames, Inglaterra; comenzó en el mundo del espectáculo trabajando desde niña en la revista musical itinerante de su madre y su padrastro. Cantante y actriz de gran talento, más tarde destacó en varias producciones de Broadway –The Boyfriend, My Fair Lady y Camelot-, sin que por ello consiguiese ningún papel en sus respectivas versiones cinematográficas. Sin embargo, inmediatamente después de su debút en la pantalla en 1964, y gracias a la popularidad que le dieron Mary Poppins y Sonrisas y lágrimas, Andrews alcanzó un status de estrella, asociado principalmente a un tipo de cine musical para todos los públicos. Una imagen que reforzaba su lado más amable, familiar, candoroso e idealista; y su condición más de cantante que de actriz, un estereotipo del que Andrews trató de zafarse, primero protagonizando una serie de films alejados del musical y bastante menos agradables que a lo que nos tenía acostumbrados –Cortina rasgada-, y más tarde, tras su matrimonio con Blake Edwards, tratando de destacar sus aptitudes interpretativas para la comedia ligera y el drama –La semilla del tamarindo; 10, la mujer perfecta; S.O.B./ Sois honrados bandidos; etc-.

Este intento de cambio de imagen trataba de apoyarse, principalmente, en presentarnos un retrato de la actriz más cercano a su vida real; y así, tras Darling Lili, Andrews comenzó a encarnar asiduamente a estrellas de Hollywood, cantantes de éxito y afamadas profesionales, cada vez más cercanas a su propia personalidad, y en las que resulta fácil atisbar lo que éstas poseen de Julie Andrews. No es sólo que sus biografías se parezcan (la relación entre su personaje y el de Dudley Moore en 10 se asemeja bastante a la de Andrews y Edwards, el número de hijos del matrimonio –dos- en S.O.B. también coincide con los de la pareja, etc), sino que, de algún modo, Andrews ha pasado a interpretarse a sí misma en esas películas. Ya no es una monjita angelical o una institutriz perfecta, sino prácticamente ella misma, o, al menos, alguien que se parece prodigiosamente a ella misma. Algo evidentísimo en S.O.B/Sois honrados bandidos (S.O.B., 1981), una amarga crítica del mundo de Hollywood. En ella, Andrews interpreta a una estrella cinematográfica, célebre por su decencia y su imagen de pureza que la han convertido en una de las favoritas del público, que ha de desnudarse para asegurar el éxito de la última, y deficitaria, superproducción de su marido, un productor y director en horas bajas. Como vemos hay bastante más que una mera semejanza entre Mary Miles, la protagonista del film, y Andrews. Ambas son “víctimas” de una imagen que, además, es prácticamente idéntica en los dos casos, de modo que ese strep-tease, que realmente hace que veamos a la actriz desnuda, esa «vulgar exhibición de senos» como la definió un crítico, adquiere, principalmente, un carácter simbólico: representar una liberación.   

Otro factor que sin ninguna duda ha sido de una enorme importancia en este cambio es el descubrimiento de la identidad sexual de esos personajes y, por extensión, el de la propia actriz por parte del público. Si en la mayoría de las películas protagonizadas por Andrews antes de su unión con Edwards, la actriz interpretaba papeles de una sexualidad desdibujada casi hasta la inexistencia, precisamente a partir de esa unión comienza a encarnar personajes mucho más femeninos. En ellos vemos, por fin, mujeres de verdad más allá del asexuado estereotipo monjil de Sonrisas y lágrimas. Un cambio que, por otra parte, no resulta sorprendente teniendo en cuenta que está apoyado en un director que ha afirmado en reiteradas ocasiones y sin tapujos que «la sexualidad es lo que me interesa»2. Así, Andrews pasó a ser -siempre bajo las ordenes de su marido, ya que en dicho período no trabajó prácticamente con ningún otro director- una espía alemana cómodamente instalada en su papel de estrella del music-hall (Darling Líli); una secretaria norteamericana enamorada de un agente de los Servicios Secretos soviéticos (La semilla del tamarindo), una reputada profesional en crisis con su pareja (10, la mujer perfecta y ¡Así es la vida!), una cantante que decide fingir ser un hombre en su búsqueda del éxito (¿Víctor o Victoria?), etc; lo que representa un cambio ciertamente notable respecto al tipo de papeles propios del primer tramo de la carrera de la actriz.

Pero de entre todas ellas, ¿Víctor o Victoria? (Victor/Victoria, 1982) es, quizás, la que más abiertamente desarrolla el tema de la sexualidad. La película, un libre remake3 de un film alemán producido por la UFA en 1933, cuenta la historia de una joven muchacha miserable que conoce a un viejo cantante de cabaret homosexual que se gana la vida como travesti. Cantante sin trabajo, Victoria acepta actuar disfrazada como un hombre, Víctor, y rápidamente alcanza un éxito formidable. Éxito al que no es ajeno King, un magnate norteamericano del mundo del espectáculo, quién comienza a cuestionar su sexualidad al sentirse fuertemente atraido por lo que él cree que es un hombre disfrazado de mujer (pero que realmente es una mujer, detalle que él desconoce).

Como acertadamente señaló Carrie Rickey en Films Comment4, si el travestismo ha sido un motivo teatral tan antiguo como el propio teatro, en muy pocas ocasiones el tema ha alcanzado un nivel serio de análisis acerca de los roles sexuales masculinos y femeninos. Y si de algo cabe lamentarse es de que Edwards, en la película, sólo haya planteado este análisis sin llegar nunca a entrar en él. ¿Víctor o Victoria? rápidamente elude el tema, y el hecho de que Víctor sea finalmente Victoria, habilita al director una puerta falsa por la que evadirse. Sin embargo, no sería justo acusar al realizador norteamericano por ello: Edwards en ningún caso ha pretendido hacer un film sobre el travestismo ni la homosexualidad. Su carácter contradictorio: el tratar de negar los estereotipos sexuales llenando la pantalla de ellos –baste el ejemplo del gay interpretado por Robert Preston, suma absoluta de clichés-, es más que suficiente para darnos la razón. Como en muchas otras de sus películas (Gunn, S.O.B., etc), en las que recurrentemente aparecen personajes de este tipo, Edwards no busca tanto analizar la homosexualidad como servirse de su efecto y sus posibilidades cómicas, y, por lo tanto, aborda el tema «con una seriedad compatible con las exigencias de la comedia»5. Algo, por otra parte, perfectamente legítimo.

Pero aparte de sus contenidos, indudablemente, ¿Víctor o Victoria? es un film lleno de virtudes. Su puesta en escena, tan elegante y a la vez personal (la secuencia de la cucaracha en el restaurante); la confirmación no sólo de las excepcionales dotes de Andrews como cantante sino también como comedienne, malgastada durante años en papeles empalagosos; lo admirable de algunos numeros musicales como Gay Paree y Le Jazz Hot -que cumplían una función narrativa explícita en la película, contrariamente a los números de tantísimos otros musicales-: todo ello, significó uno de los mayores éxitos de público y de crítica de toda la carrera del director norteamericano, convirtiendo a la película en uno de los films de la década. 

También Darling Lili (Darling Lili, 1969) había buscado ese mismo cambio: ¿quién demonios podría imaginarse a Julie Andrews convertida en Mata-Hari? Desde su origen, la película fue un proyecto arriesgado: por su presupuesto -cercano a los veinte millones de dólares-, por su género –musical-, y por su duración superior a las dos horas -136 minutos más tarde aligerados por la Paramount-; de modo que su fracaso, que desde un principio parecía estar cantado, no sorprendió a nadie. Ni siquiera al propio Edwards:

«La película hubiese podido ser fiel al género de películas que hemos hecho no sé cuantas veces, (...) Quise hacer el reverso y observar las reacciones. Fueron tal y como pensé.»6

Pero la verdad es que la amalgama de géneros (espionaje, musical, comedia, film de propaganda, etc), convierte a Darling Lili en un musical bastardo, un proyecto ambicioso pero bastante desequilibrado y excesivo, llamativo precisamente sobre todo por el intento de variar el rol de la Andrews, aquí en un papel de seductora completamente nuevo para ella.

Un intento de cambio del que también participó la siguiente colaboración de la pareja, La semilla del tamarindo (The Tamarind Seed, 1974), una de las películas del autor menos conocidas y apreciadas, y que sin embargo es muy representativa del período en que está hecha. Efectivamente, se trata de una película realizada en Gran Bretaña tras los choques del director con los estudios americanos –Paramount en los casos de Darling Lili y Diagnóstico: Asesinato, y M.G.M. en el de Dos hombres contra el oeste-, que señala el comienzo del exilio europeo del matrimonio. Si por un lado es entonces cuando la pareja traslada su residencia definitivamente a Suiza, por el otro, una película como La semilla del tamarindo –más controlada, de menor presupuesto, etc; que las inmediatamente anteriores- ejemplifica perfectamente la intención del director de alejarse conscientemente de la industria americana.

La semilla del tamarindo, basada en la novela homónima de Evelyn Anthony7, es una historia de amor situada en ese mundo del espionaje, tan propio de la guerra fría. En ella, una mujer (Julie Andrews) y un hombre (Omar Sharif), ambos relacionados con la Inteligencia de sus respectivas naciones, han de perseverar para lograr sacar adelante su relación amorosa, potencialmente peligrosa para las mismas. La semilla del tamarindo, pese a no olvidar en ningún momento su condición de thriller internacional, es un drama romántico e intimista, o lo que es lo mismo, el resultado natural de mezclar el amor con el espionaje; y lo que llama más la atención de ella es su tono intimista, bastante alejado de la mayoría de las muestras del género. Por eso, éste no es un film de espías al uso -nada que ver, por ejemplo, con la serie Bond-, si no más bien un acercamiento maduro a los problemas de las relaciones de pareja. Un tema sobre el que girará gran parte de la posterior obra del realizador. 

Pero sin duda el más célebre de esos estudios sobre la crisis de pareja es –con justicia- 10, la mujer pefecta (10, 1979). Una película en la que Julie Andrews, estrella absoluta de las anteriores, cedía su protagonismo a Dudley Moore. 10 cuenta la historia de George Webber, un famoso compositor en plena crisis de los cuarenta que siempre se ha sentido muy atraido por las mujeres, y que pese a mantener una relación estable con Samantha, un buen día conoce a una joven a la que inmediatamente considera la mujer perfecta. Apartir de ese momento, obsesionado con ella –dado que es la única a la que ha otorgado un 10 en su particular escala de valor femenino-, no podrá evitar seguirla y tratar de conquistarla.

Mediante un evidente tono de comedia, 10 aborda una serie de cuestiones graves, de las cuales la más importante es el miedo a envejecer, verdadero catalizador de todas las demás: la rutina de pareja, el apetito sexual, etc. Así, el hecho de sobrepasar la barrera de los cuarenta, despierta en George un deseo desesperado de aferrarse a la vida, y frente a la seguridad, el cariño, la cotidianeidad –aunque también la rutina- que le aporta su relación con Samantha (Julie Andrews); se palantea la posibilidad de sustituirlos por la búsqueda de la aventura, la belleza, la juventud y la plenitud física y sexual, representados por Jennifer (Bo Derek). El personaje interpretado por Dudley Moore bascula entre estas dos mujeres -que simbolizan esos dos polos opuestos- sin ser capaz de optar por ninguno de los dos, y sólo cuando interioriza su condición -cuando por fin acepta que el problema está en él-, se encuentra en la posición de decidir su preferencia: la elección es un poco lo de menos; el hecho en sí de elegir, es decir, su madurez, es lo que cuenta.

Sin embargo, a pesar de esta seriedad de fondo, y como no deja de ser habitual en la obra del realizador norteamericano, 10 es una película rica en hallazgos cómicos: la devastadora sesión en el dentista y sus calamitosos resultados; la picadura de avispa en la boda; el momento en que George es sorprendido in franganti por Samantha en la orgía en casa del vecino; la sucesión de gags en la visita al párroco, especialmente el de los pedos y el perro –el gag favorito de su autor-; y sobre todo, por encima de todos ellos, el excelente uso del zoom en el amanecer mejicano, banda de mariachis incluida.   

Por último, y en lo que respecta a su éxito un poco excesivo -que la convirtió en algo así como un film generacional-, 10, con una recaudación superior a los cincuenta millones de dólares, revitalizó la carrera de Edwards decisivamente; pero el hecho es que, si analizamos retrospectivamente ese fenómeno, los motivos de este éxito se nos antojan un poco dudosos. Bo Derek, su carrera en ralenti por la playa, sus trencitas, etc; hoy en día todo ello nos parece, cuando menos, bastante prematuramente envejecido y muy anclado a su momento, además de lo menos sugestivo de la película. Por eso, teniendo en cuenta lo que ese enorme éxito les debe a éstos, no podemos dejar de sentirnos defraudados una vez más por el inmenso poder de las modas...        

 

Capítulo X del libro “Blake Edwards o atrapar un rayo en una botella” de Santiago & Andrés Rubín de Celis.